La oscura herencia de Monsanto

Aunque Monsanto fue adquirida por Bayer en 2018 y dejó de existir como marca independiente, su herencia persiste a través de las décadas de daño ambiental, humano y ético que dejó a su paso.

Desde su participación en el desarrollo de la bomba atómica, colaborando en el proyecto Manhattan, hasta su implicación directa en conflictos armados y la distribución masiva de productos químicos peligrosos, Monsanto se consolidó como una de las empresas más polémicas del siglo XX.

Su reputación negativa no solo se debe a los productos que desarrolló, sino también a su estrategia corporativa: manipulación regulatoria, ocultamiento de información científica, litigios contra agricultores, y un modelo de negocios que promovió la dependencia de agroquímicos y semillas patentadas.

Esta combinación de prácticas ha dejado una huella indeleble, evidenciando las consecuencias de un sistema donde la maximización de ganancias se impone sistemáticamente sobre la salud pública y el medio ambiente.

Los inicios de un imperio químico

La fundación de Monsanto en 1901 por John F. Queeny representa el inicio de una transformación silenciosa pero profunda de la industria química en Estados Unidos. Queeny, extrabajador de una farmacéutica, comenzó con un objetivo simple pero ambicioso: producir sacarina de manera local en un contexto donde Alemania tenía el monopolio.

Su visión empresarial fue clara desde el inicio: explotar nichos desatendidos por el mercado y escalar mediante la diversificación agresiva. Tras su éxito con la sacarina, Monsanto expandió rápidamente su portafolio a otros productos alimentarios como la cafeína y saborizantes artificiales, convirtiéndose en proveedor clave para empresas como Coca-Cola.

En los años siguientes, la empresa no solo creció, sino que se posicionó como un actor central en la industrialización del sistema alimentario estadounidense. Con la llegada de la Primera Guerra Mundial, Monsanto aprovechó la ruptura de cadenas de suministro globales para introducirse en el mercado farmacéutico y ampliar su dominio químico.

Esta estrategia de expansión agresiva continuó con la Segunda Guerra Mundial, momento en que la compañía consolidó su influencia al convertirse en proveedora del gobierno estadounidense. El conflicto no solo ofreció oportunidades de crecimiento económico, sino también legitimación política. En este contexto nace su producto estrella: los bifenilos policlorados (PCBs).

La era de los PCBs: toxicidad conocida y ocultada

Los bifenilos policlorados (PCBs), introducidos por Monsanto en 1933, se convirtieron en un eje central de su modelo de negocio por casi cuatro décadas. Eran compuestos extraordinariamente versátiles, utilizados en la fabricación de transformadores eléctricos, pinturas, adhesivos y recubrimientos industriales.

Lo que los hacía tan valiosos era precisamente lo que los haría tan peligrosos: su estabilidad química. Los PCBs no se descomponen fácilmente, resisten el calor y no se disuelven en agua, lo que les permite acumularse en los ecosistemas y en los cuerpos humanos durante años.

Desde los primeros años de su producción, ya se conocían los efectos adversos sobre la salud humana. Los empleados de las plantas desarrollaban enfermedades dermatológicas graves como el cloracné, así como daños hepáticos y neurológicos.

En 1937, en una conferencia médica que incluyó a ejecutivos de Monsanto, se discutieron los riesgos sistémicos de los PCBs, y aun así, la empresa decidió mantener su producción. Los informes internos que circularon entre 1950 y 1970 mostraban que Monsanto conocía el vínculo directo entre la exposición prolongada y enfermedades crónicas, pero optó por estrategias de contención legal y mediática.

A esto se suma la filtración en 2017 de más de 20,000 documentos internos que revelan una política deliberada de encubrimiento. Una de las notas más impactantes recomendaba “vender todo lo que podamos mientras nos dejen”. Incluso cuando empresas como Frito-Lay alertaron a Monsanto sobre la contaminación de sus productos con PCBs, la compañía negó cualquier responsabilidad.

Los PCBs fueron finalmente prohibidos en 1979, después de casi 40 años de exposición masiva y daños irreversibles, tanto a nivel individual como ambiental.

El DDT: de salvador militar a veneno ambiental

El DDT (diclorodifeniltricloroetano), introducido por Monsanto en 1944, es otro ejemplo de cómo un producto químico puede pasar de ser símbolo de progreso a emblema de desastre ecológico. Durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército estadounidense lo utilizó extensamente para controlar enfermedades como la malaria y el tifus entre las tropas desplegadas en zonas tropicales.

Su eficacia inicial fue tan impresionante que el DDT fue aclamado como un triunfo de la ciencia, incluso galardonado con el Premio Nobel a través de su descubridor, Paul Hermann Müller. Tras la guerra, Monsanto lideró su comercialización masiva en la agricultura y el uso doméstico.

La empresa promovió el producto como absolutamente seguro, lanzando campañas publicitarias con madres e hijos utilizando DDT en jardines y cocinas. Sin embargo, estudios comenzaron a alertar sobre su persistencia en el ambiente y su bioacumulación en tejidos animales y humanos.

El golpe definitivo llegó en 1962 con la publicación de Silent Spring, en la que la bióloga Rachel Carson detalló cómo el DDT estaba alterando ecosistemas completos, diezmando poblaciones de aves y contaminando fuentes de agua.

La reacción de Monsanto fue inmediata y agresiva: publicó panfletos ridiculizando las afirmaciones del libro y presentó al DDT como una herramienta esencial del progreso. A pesar de estos intentos de manipulación, la presión pública y científica llevó a su prohibición en 1972.

El caso del DDT representa la tensión entre innovación tecnológica y precaución ecológica, y ejemplifica cómo las corporaciones pueden resistirse durante años a aceptar responsabilidades, aun ante pruebas contundentes.

Agente Naranja: la guerra química y sus víctimas

En la década de 1960, Monsanto volvió a ser protagonista, esta vez en uno de los experimentos más devastadores de guerra química: la producción del Agente Naranja. Este potente herbicida fue utilizado por el ejército estadounidense durante la guerra de Vietnam como parte de la operación “Ranch Hand“, cuyo objetivo era defoliar la selva vietnamita para privar al enemigo de cobertura y suministros alimentarios.

Monsanto, junto con otras empresas, fabricó millones de galones del compuesto, que contenía dioxinas, entre las sustancias más tóxicas conocidas por el ser humano. Las consecuencias fueron catastróficas: más de 3 millones de personas afectadas, entre ellas miles de soldados estadounidenses, y generaciones enteras de vietnamitas nacidas con malformaciones congénitas.

El impacto no solo fue inmediato, sino transgeneracional. Aún hoy, comunidades enteras en Vietnam padecen enfermedades relacionadas con la exposición. En EE. UU., veteranos de guerra desarrollaron linfomas, Parkinson, y otros padecimientos. Las compensaciones, sin embargo, fueron mínimas. Monsanto y sus socios pagaron 180 millones de dólares, una suma irrisoria frente al daño humano y ambiental causado.

En 2012, surgieron nuevas demandas relacionadas con la planta de producción en Nitro, Virginia Occidental. Se alegó que más de 400,000 personas habían sido expuestas a toxinas que afectaron a varias generaciones. Monsanto resolvió con un pago de apenas 9 millones de dólares, sin compensación directa a las víctimas, limitándose a limpiar parcialmente el entorno contaminado. Este episodio consolida a Monsanto como un actor dispuesto a anteponer sus beneficios sobre cualquier límite ético o humanitario.

Roundup y el jardinero que cambió la historia

El herbicida Roundup, introducido por Monsanto en 1974, marcó el inicio de una era completamente nueva en la agricultura moderna. Su ingrediente activo, el glifosato, fue diseñado para eliminar prácticamente cualquier planta, excepto aquellas genéticamente modificadas para resistirlo.

Esto permitió a los agricultores reducir costos y simplificar procesos, lo que hizo que su adopción fuera masiva en todo el mundo. Sin embargo, también inauguró una dependencia peligrosa entre los agroquímicos y las semillas diseñadas a medida, configurando un modelo de negocio cerrado que limitaba la autonomía de los productores.

Durante décadas, Monsanto defendió la seguridad del glifosato a capa y espada, afirmando que era menos tóxico que la sal de mesa. Sin embargo, en 2018, el jardinero Dwayne Lee Johnson, tras desarrollar un linfoma no Hodgkin, llevó a Monsanto a juicio.

El proceso reveló documentos internos que mostraban cómo la empresa había encubierto estudios que demostraban la relación entre el Roundup y distintos tipos de cáncer. También se destaparon conexiones indebidas entre ejecutivos de Monsanto y agencias regulatorias estadounidenses como la EPA, que deberían haber actuado como garantes de la salud pública.

La sentencia a favor de Johnson, por 250 millones de dólares, abrió las puertas a una avalancha de litigios: más de 100,000 personas expuestas al glifosato presentaron demandas. Monsanto, y luego Bayer, pagaron más de 10,000 millones de dólares en acuerdos extrajudiciales, mientras reservaban otros 6,000 millones para casos aún pendientes.

Roundup se convirtió así en un símbolo de impunidad industrial y negligencia sistémica, revelando hasta qué punto las corporaciones pueden influir en la regulación, la ciencia y la opinión pública para proteger sus intereses.

La biotecnología y el monopolio de las semillas

En los años ochenta, Monsanto decidió virar su estrategia corporativa para centrarse en la biotecnología, una decisión motivada tanto por las crecientes restricciones regulatorias como por la necesidad de desvincularse de su mala reputación química.

En 1983 logró modificar genéticamente una planta, y para 1996 lanzó sus famosas Roundup Ready Seeds, diseñadas para resistir el glifosato. Esto dio lugar a un nuevo modelo de negocio: los agricultores no solo debían comprar el herbicida, sino también las semillas compatibles, generando un ciclo de dependencia económica y biológica.

Monsanto fue más allá. Imponía contratos que prohibían a los agricultores reutilizar semillas de una cosecha para la siguiente, una práctica común durante siglos. Además, demandaba a productores cuyos cultivos eran contaminados accidentalmente con transgénicos debido al viento u otros factores naturales.

En total, Monsanto presentó más de 140 demandas legales contra pequeños agricultores en Estados Unidos. Para 2015 controlaba, junto a otras dos compañías, más del 53% del mercado global de semillas. La compañía abandonó todas sus divisiones secundarias, incluyendo la farmacéutica (vendida a Pfizer), y se centró exclusivamente en el desarrollo y distribución de productos agrobiotecnológicos.

Este modelo monopolístico plantea serios desafíos a la biodiversidad agrícola, la seguridad alimentaria y la equidad económica. En manos de unas pocas corporaciones, las semillas —base de toda la alimentación humana— dejaron de ser un bien común para convertirse en una propiedad patentada. Monsanto no solo vendía insumos; controlaba la base genética de las cosechas, y por tanto, del sistema alimentario global.

Bayer y la compra más cara de su historia

La adquisición de Monsanto por parte de Bayer en 2016 fue una de las operaciones más ambiciosas —y desastrosas— de la historia corporativa reciente. Werner Baumann, entonces nuevo CEO de Bayer, convirtió la compra en una prioridad estratégica.

Pese a las advertencias sobre el historial legal de Monsanto, la transacción se cerró en 2018 por 63,000 millones de dólares. Bayer asumía no solo la propiedad intelectual de semillas y agroquímicos, sino también la carga legal de miles de litigios relacionados con Roundup y otros productos.

El momento no pudo ser peor. Apenas dos meses después de completar la fusión, la primera sentencia condenatoria contra Monsanto se hizo pública. Los medios internacionales pusieron el foco en Bayer, ahora responsable de pagar sumas multimillonarias. El valor de sus acciones cayó drásticamente, reduciendo su capitalización bursátil a la mitad. Para 2023, la deuda de Bayer ascendía a 45,000 millones de dólares, y su reputación como empresa farmacéutica confiable estaba comprometida.

Los reguladores que aprobaron la fusión impusieron restricciones, como la venta de ciertas divisiones y la limitación de la injerencia directa de ejecutivos de Bayer en las operaciones de Monsanto durante un periodo de transición. Sin embargo, esto no impidió la erosión de valor ni el descrédito institucional.

Hoy, Bayer enfrenta el reto de reconstruir su imagen mientras lidia con el legado tóxico de la empresa que intentó absorber sin medir las consecuencias reales de su historial judicial, ambiental y social.

Chisme Corporativo - Monsanto

10 consejos de negocio que extraemos del caso Monsanto

  1. La ética empresarial no es opcional, es estratégica
    Ignorar el impacto social y ambiental de tus productos puede generar ganancias en el corto plazo, pero eventualmente destruirá la reputación de la empresa, atraerá litigios y limitará la viabilidad futura del negocio.
  2. Transparencia y gestión del riesgo reputacional son claves
    Ocultar información crítica sobre productos peligrosos puede ser más costoso que enfrentar los problemas desde el inicio. La gestión de crisis debe contemplar escenarios donde documentos internos salgan a la luz.
  3. El contexto regulatorio debe considerarse en toda decisión corporativa
    Depender de vacíos legales o influencias temporales en organismos reguladores es una estrategia riesgosa. Cambios políticos, nuevas investigaciones o presión pública pueden desestabilizar completamente el modelo de negocio.
  4. La dependencia del cliente puede convertirse en un arma de doble filo
    Crear ecosistemas cerrados donde el cliente depende de tus productos (como semillas Roundup Ready más herbicidas asociados) puede ser rentable, pero también genera resentimiento, rechazo social y un entorno hostil que promueve regulaciones antimonopolio.
  5. Diversificar no es solo expandirse: también es alejarse de productos de alto riesgo
    La transición de Monsanto hacia la biotecnología fue motivada por el desgaste reputacional y las crecientes limitaciones del negocio químico. Identificar cuándo una línea de productos se convierte en pasivo es una habilidad directiva crítica.
  6. El control del conocimiento es poder, pero también responsabilidad
    Poseer patentes sobre semillas o tecnologías esenciales otorga poder de mercado, pero conlleva una responsabilidad social inmensa. Abusar de ese poder puede provocar rechazo masivo y consecuencias legales duraderas.
  7. Las fusiones deben considerar no solo el valor actual, sino el pasivo oculto
    Bayer subestimó el impacto que tendrían las demandas contra Monsanto. El due diligence en adquisiciones debe ser profundo, incluyendo riesgos reputacionales, legales y potenciales demandas futuras.
  8. La innovación sin evaluación ética puede volverse destructiva
    Convertirse en pionero tecnológico no exime a una empresa de considerar las implicaciones morales de sus innovaciones. El Agente Naranja y el DDT fueron avances técnicos convertidos en herramientas de daño masivo por falta de freno ético.
  9. La conexión con gobiernos debe manejarse con cautela y límites claros
    Aunque las alianzas con instituciones públicas pueden facilitar contratos y validaciones, una relación demasiado cercana (como la de Monsanto con el gobierno de EE. UU.) puede volverse en contra cuando las cosas salen mal.
  10. Los precedentes legales individuales pueden cambiar el panorama corporativo completo
    La demanda ganada por un solo jardinero abrió la puerta a miles de juicios y costó miles de millones a la empresa. Subestimar el poder simbólico y legal de casos individuales es un error estratégico grave.